Bueno, esto parece más normal. Quería haberlo conseguido a la primera, pero esto es bueno para la baja tolerancia a la frustración que padezco. Esta noche, me volveré a leer “La rabieta”, que le compré a mi nieto y creo que se está volviendo algo filósofo. Ayer veníamos de celebrar dos cumpleaños y nos decía que no se quedaba con nosotros porque sus padres le iban a echar mucho de menos. Y «Mira, abuela, genéticamente, mi mamá se parece a ti, y yo me parezco a mi otro abuelo». Hace tres años tiene claro que quiere ser paleontólogo, pero ahora resulta que quiere ser, además, científico. «¡Ah! ¿Sí?» le dice su abuela, «entonces tendrás que inventar algo para que no me haga mayor y no se me noten las arrugas» «abuela, eso no puede ser» dice el chico «porque la Ciencia no puede ir en contra de la Naturaleza».
Lo que quería escribir en la entrada anterior es que las etiquetas no valen para nada. Acostumbramos a usarlas para clasificar a las personas. Hace poco, un ex compañero bancario, me recordaba que yo era “ateo”. Es decir, no sirvió en absoluto de nada, que me declarara “cristiano-agnóstico-socialista-unamuniano”. Así se escribe la Historia.